jueves, 9 de abril de 2020

Leche de coco #NuestrosHéroes


Al abrir la puerta de entrada de los trabajadores, Antonio experimentó un remolino de sentimientos: el deber de acudir al trabajo, considerado esencial, se conjugaba con la apatía rutinaria que le provocaba iniciar la jornada laboral, el cansancio de los días anteriores, en los que la gente había acudido en masa a los supermercados, y el miedo al contagio. Eran las tres de la tarde del primer día del estado de alarma. El miedo, nacido de un momento para otro, parecía haberse impuesto sobre todos los demás sentimientos, haciendo que aquella puerta, escondida cerca de la entrada principal para clientes, pareciera, al ser empujada, el inicio de una prueba heroica.
En el vestuario del personal, donde se cambiaban Antonio y otros dos trabajadores, se respiraba una extraña sensación de incertidumbre.
-Coged todos mascarilla y guantes -les dijo el encargado, desde su pequeño despacho, a los tres que acababan de incorporarse al turno-, mantened las distancias y seguid los protocolos. Intentad hacer el trabajo con normalidad, cada uno en sus pasillos y sus baldas, dejándoles claro a los clientes que no podéis estar con minucias. Lo comprenderán. Por mi parte, sólo daros las gracias y ánimo para los momentos duros que nos tocan. Si estamos hoy aquí, trabajando, es porque somos esenciales.
Antonio y sus compañeros recogieron las mascarillas y los guantes, se los colocaron y salieron a la tienda. Los pasillos del supermercado estaban llenos, tal y como habían estado en los días anteriores. Los estantes, sin embargo, estaban vacíos. Antonio sacó un folio y un bolígrafo del bolsillo del chaleco y apuntó los productos que debía colocar. La mano le temblaba; los nervios le hicieron olvidar las baldas revisadas y pronto el folio se llenó de tachones y correcciones.
-Majo, ¿dónde está la leche de coco? -le preguntó, de repente, una abuela. «¿Para qué la querrá ahora?», pensó él- No la encuentro por ninguna parte.
-La tiene en el siguiente pasillo, señora. Sólo tenemos en lata -contestó, notando cómo le molestaba la mascarilla al hablar.
Incluso en aquellos días, tan complicados y difíciles, había gente incapaz de dar las gracias. Desde su primer día como reponedor, Antonio se había sorprendido con el trato de algunas personas. Quizá aquellos días consiguieran ablandarles el corazón, hacerles comprender que ellos también son necesarios en la sociedad. Con las personas mayores, no obstante, se había habituado: algunos venían a comprar a diario y le daban conversación, lo que podía importunarle o darle unos minutos de descanso. Para algunos, él era su única compañía a lo largo del día. Sufrirían de soledad en las próximas semanas.
Con la lista preparada, Antonio salió de la tienda, se dirigió al almacén, cogió un carro y lo llenó de los productos que faltaban en los estantes. Se encargaba de la leche, los huevos, el aceite y el papel higiénico, sectores que suelen corresponder al último en llegar. «Voy a tener que estar todo el día con el papel higiénico, más me valdría dejar varios carros preparados», se dijo para sus adentros, con miedo a volver a la tienda.
En cuanto llegó al pasillo del papel, el último de su ronda, observó a la gente abalanzarse hacia su carro, esperando a que colocara los rollos en los estantes. Debido al giro inesperado de los acontecimientos, la epidemia había pillado a todos por sorpresa: el suelo de la tienda no estaba señalizado para que se respetara el metro mínimo entre personas. Aunque los clientes se hubieran esquivado por los pasillos, se olvidaron de la seguridad tan pronto como Antonio llegó a reponer los rollos.
-No te preocupes, hijo, que me espero aquí hasta que vuelvas -le dijo un anciano, que se había quedado sin papel-. Mucho ánimo.
-Ahora le traigo uno, señor -le contestó, agradecido por su empatía.
Antonio y sus compañeros se habían habituado a los agobios, pero no al miedo al contagio. Los días previos habían bromeado al respecto en los vestuarios, pero ahora, sabiendo de la gravedad del asunto y de su delicada situación, el genio les había cambiado a todos.
-Esto es una mierda -le dijo uno de sus compañeros, cuando se lo cruzó en el almacén-, me estoy saturando. ¿Cómo lo llevas?
-Voy tirando -le contestó-. Parece que estemos en Navidad con tantas personas.
La gente iba y venía con sus carros cargados hasta el borde, llenos de papel, latas de conserva, carne, pasta, arroz... «Mejor, así tardarán más en venir», se consolaba. Las baldas se vaciaban tan pronto como se llenaban, como si le dieran la vuelta a un reloj de arena. En aquel proceso ininterrumpido, la apatía hacía que olvidara al miedo, pero este volvía cada vez que algún cliente carraspeaba, tosía o se acercaba demasiado a él.
Antonio tuvo que repetir el proceso de rellenar los estantes muchas más veces que de normal.
-Podrías coger sólo uno, que antes he visto a un abuelo que se ha quedado sin papel por carros como este -le dijo a un hombre de su edad, que cogía varios rollos.
El hombre se ruborizó y le contestó entrecortado:
-Tienes toda la razón. Es que estoy haciendo la compra de varios vecinos, todos mayores, que temen salir a la calle. Mira -le enseñó varias listas de la compra-, aquí las tienes. Lo siento de veras. Los que trabajáis aquí sois nuestros héroes.
Los días que se avecinaban no sólo iban a ser un tormento por la carga de trabajo, sino también por el temor a ser contagiado. El gesto de aquel hombre, sin embargo, le dio esperanza. No podría lidiar con ella el miedo, pero sí ver lo bueno de las personas, algo que le ayudaría a sobrellevar la jornada. Su trabajo empezaba a valorarse como lo que era: esencial. Antonio, al igual que sus compañeros, el personal sanitario, el personal de limpieza, los cuerpos de seguridad, los dependientes de quioscos, estancos y gasolineras, los ganaderos y los agricultores, entre otros, resistiría y completaría su prueba heroica, cruzando cada día el umbral de la puerta.

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